Bajo un sol abrasador, la ciudad de Roma albergó entre el 24 y el 26 de julio a más de 20 jefes de Estado, alrededor de 100 ministros y a funcionarios internacionales y representantes de la sociedad civil, el sector privado y la academia para evaluar los avances logrados desde la Cumbre de Sistemas Alimentarios de 2021 y construir acuerdos para erradicar el hambre y promover el desarrollo sostenible. En su discurso de apertura, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, sostuvo que la reunión era esencialmente sobre “la necesidad de cumplir con el más básico de los derechos humanos: el derecho a la alimentación”.

Es que, en años recientes, el hambre y la carestía regresaron a la primera plana de los periódicos. La pandemia del COVID-19 frenó la mejora de los indicadores de pobreza extrema en el mundo. La inseguridad alimentaria y el hambre se dispararon al mismo tiempo que retrocedían el empleo y los ingresos domésticos.

La esperanza de que, pasada la pandemia, la precariedad a la que sumió a millares de personas pudiera revertirse sigue sin concretarse. El alza del precio de los alimentos, los combustibles y los fertilizantes a partir de 2021, acentuada tras el inicio de la guerra en Ucrania, se come el ingreso de los hogares, al mismo tiempo que presiona aún más sobre las cuentas públicas. Los más afectados son los países altamente endeudados y los que dependen de la importación de alimentos, combustibles e insumos agrícolas.

A ello debemos sumarle los fenómenos atmosféricos cada vez más frecuentes y severos, consecuencia del cambio climático, y las condiciones de privación y hambre extrema que a menudo desembocan en emergencias humanitarias.

Según estimaciones de la FAO, para el año 2030 habrá en el mundo cerca de 600 millones de personas subalimentadas, o sea, que consumen menos calorías de las necesarias para mantener un nivel de actividad física normal. Un informe reciente muestra que casi 1 de cada 10 personas en el mundo sufre hambre.

¿Cuál es la geografía del hambre? A escala mundial, más de 80% de la población que no puede costearse las necesidades más elementales vive en zonas rurales. La gran mayoría son pequeños productores y trabajadores agrícolas, pescadores artesanales, pastores y comunidades que dependen de la actividad silvícola. Casi dos tercios se dedican a la agricultura y actividades afines, pero carecen de apoyos como subsidios públicos, que son captados principalmente por la agricultura industrial de gran escala. Salvo en los países de ingresos altos, a mayor ruralidad mayor es la inseguridad alimentaria en el mundo entero.

La situación en América Latina y el Caribe es especialmente preocupante. Se trata de una región exportadora de alimentos, pero que ha visto el aumento más pronunciado del hambre y la inseguridad alimentaria en años recientes. Allí también es donde las dietas saludables son más caras y, por ende, menos asequibles.

No debe sorprender, entonces, que a la par de contar aún con altísimas tasas de desnutrición, esta región sea además testigo de un aumento vertiginoso del sobrepeso y la obesidad. Se trata de un problema de salud pública de primer orden, que países como Colombia, Chile o México han afrontado mediante la aprobación de leyes de etiquetado con advertencias nutricionales o impuestos especiales sobre las bebidas azucaradas, que han mostrado bastante éxito.

No es inevitable que tantos de nuestros congéneres padezcan hambre o sufran carencias asociadas a una mala dieta. Según la FAO, hay suficiente comida en el mundo como para cubrir los requerimientos calóricos de más de 9.500 millones de personas. En 2020, América Latina y el Caribe estaba en condiciones de alimentar a 832 millones de personas, una cifra muy superior a los 650 millones que la poblaban. ¿Cómo explicar entonces que, ese mismo año, 4 de cada 10 de sus habitantes estuviesen en situación de inseguridad alimentaria?

Nada menos que 14% de los alimentos que se producen mundialmente se pierde durante la fase de producción y almacenamiento. Otro 17% se desperdicia en las etapas de comercialización y consumo. Y millones de personas no tienen ingresos suficientes para acceder a una dieta saludable.

Vivimos en un mundo cuyos sistemas agroalimentarios, en palabras del secretario general Guterres, están “quebrados”: no generan empleos dignos o ingresos suficientes para la mayor parte de los 3.800 millones de personas que dependen de ellos ni proveen alimentos nutritivos y asequibles para los más de 700 millones que hoy sufren hambre. A esto se suma que los métodos actuales de producción, envasado y consumo de alimentos y otros productos agrícolas utilizan 70% del agua dulce del mundo, deterioran el medio ambiente y contribuyen al calentamiento global con 20% de los gases de efecto invernadero.

Para desterrar el hambre y la malnutrición de una vez por todas, debemos asumir un compromiso global de asegurar el acceso a cada uno de los habitantes del planeta a una alimentación adecuada. Para cumplir con ese compromiso, habrá que transformar los sistemas agroalimentarios, apoyar el trabajo de los pequeños productores, fortalecer los sistemas de protección social e incluir esa transformación en la agenda de preservación y manejo sostenible del medioambiente para nuestra generación y las futuras. Porque comer es una necesidad vital y un derecho humano, y los recursos naturales son escasos.

El Pacto Parlamentario Mundial alcanzado en Santiago de Chile en junio es un paso en esta dirección. Y en octubre de 2024, Roma volverá a acoger a líderes de todo el mundo en ocasión del 20º aniversario de la adopción de las Directrices Voluntarias sobre el Derecho a la Alimentación, una piedra angular para orientar los esfuerzos de los países en pos de confrontar el drama del hambre y la malnutrición.

Hagamos lo necesario para cumplir con el anhelo de un mundo sin hambre. Es hora de que esta plaga deje de aquejarnos y se convierta definitivamente en algo del pasado.


Alejandro Grinspun es experto en políticas sociales y lidera el Equipo de Derecho a la Alimentación de la FAO.


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